“Papa, quizás tú no te des cuenta, pero cuando me gritas, se me mueven tanto los cimientos por dentro que siento que algo se rompe dentro de mí.
El dolor de tripa y las ganas de vomitar que me entran son tan grandes que no soy capaz de mantenerme de pie, pero el miedo me paraliza y no me atrevo a moverme. Empiezo a temblar y a sudar, pero tú estás tan ocupado riñéndome que quizás no te das cuenta del daño que me haces, pero me caigo por dentro porque para mi, eres lo más importante, aunque ahora no te lo parezca.
Cada palabra tuya me importa, y cada vez que me gritas, dejas una cicatriz profunda en mi. Tu no la ves, pero yo la siento cada día. Por favor, te pido que pares. Busca otra manera. Eres mi padre, sé que puedes hacerlo. No me agredas, no me dañes.
No me hagas ir al cole pensando que no valgo nada o que soy un desastre. No lo hagas. No me dejes meterme en la cama pensando que soy el peor niño del mundo y que mi padre no me quiere. No lo hagas.
No pretendo molestarte cuando hago ruido, cuando se me olvidan los deberes, o cuando no te obedezco. No quiero hacerlo mal, pero soy un niño y aún tengo mucho que aprender. Por favor, enséñame, ayúdame a hacerlo mejor.
Necesito que me abraces, que me digas que me quieres y que sabes que lo puedo hacer mejor. Esas palabras papá, son las que necesito, las que me van a dar la fuerza y la seguridad para hacerlo bien, aunque ahora… quizás no te des cuenta.
No tardes mucho papá, porque estoy creciendo, y voy muy rápido. Antes de gritarme o de echarme algo en cara, por favor, para, y piensa que cada día importa. A mí me importa. Me importa ahora y me importará toda la vida.”
Pegar no es una opción, y gritar tampoco debería serlo, pues no deja de ser una forma de agredir que mina la autoestima del niño, y le hace sentirse vulnerable y situarse en un estado de alerta en su propia casa.
Gritar a nuestros hijos, obedece a una falta de recursos personales en los que una situación nos sobrepasa, como puede ser llamar a nuestro hijo para que se siente a la mesa durante varias veces sin éxito, derivando en un grito: “¡He dicho que a cenar!”.
Es necesario que reflexionemos sobre la falta de estrategias que propician y motivan el grito, pues habitualmente son situaciones cotidianas y repetitivas que pueden tener otras alternativas. Ser conscientes de que los gritos agreden el bienestar emocional de nuestros hijos, posibilita un cambio en nosotros, de modo que podamos canalizar la frustración que sentimos en este momento a un objeto o señal.
Establecer con nuestros hijos un canal de comunicación abierto en el que hayamos consensuado como sustituto al grito mostrar un cojín de forma simbólica, o hacer un gesto inocente y simple como entrelazar el dedo meñique de padre e hijo, no deja de tener una simbología que sustituye al grito, en la que el niño sabe que ha llegado al límite que no debe sobrepasar.
¿Qué se quiere decir con esto? Que no hay que gritarles porque daña, y que hay otras opciones, como por ejemplo; pactar con el niño que, para que sea consciente de que ha rebasado la barrera, y que tiene que reconducir su actuación, en vez de gritar se le va a hacer una caricia en la palma de la mano o en la mejilla mirándole directamente a los ojos. Es una forma de mostrarle estrategias alternativas, que si interioriza y aprende siendo niño, podrá aplicar en su vida, para que pueda prescindir de los gritos en sus relaciones futuras. Porque esta alternativa es un “creo en ti, sé que puedes hacerlo mejor”
Mostrar en la primera infancia el “camino” de los gritos, tiene el riesgo de desencadenar una escalada de poder en la adolescencia en la que los gritos, sean el “vehículo conductor” de nuestro día a día. Enseñar a nuestros hijos que hay alternativas a la agresividad, y que la irá y la frustración pueden canalizarse y no derivar en un grito, siempre es una opción acertada y saludable para su bienestar emocional.
¿Os animáis a cambiar esos gritos?
Izaskun Valencia Choperena en su blog: http://educacion-emocional.es